lunes, 31 de marzo de 2014

Cuentos, historias y lenguaje

                                          Si conoces al autor de esta ilustración, escríbenos

Los cuentos crecen con los niños. Son parte de su imaginario y de su inconsciente desde muy pequeños, desde que el lenguaje se va desarrollando y vinculan naturalmente la palabra a la imaginación. 

Hoy, como propuesta interactiva en Sundara, os hago algunas recomendaciones de editoriales de cuentos maravillosos para compartir con los pequeños. En casa hemos disfrutado muchísimo y disfrutaremos de algunos títulos de Kalandraka, OQO y la emergente Yekibud Yekinabud

Otra muy buena opción es crearlos con ellos, inventarlos juntos y dejar que ellos entrometan su loca imaginación en las historias (de hecho se me ocurre un día para Sundara un taller de invención de cuentos). Si queréis material para trabajar podéis echar mano de la maravillosa Gramática de la fantasía  de Gianni Rodari, un clásico que debería poblar las bibliotecas de todas las casas con enanitos. 

Y en caso de que os pueda interesar, en el blog de Yekibud Yekinabud se publicó recientemente un artículo que escribí para ellos haciendo una reflexión sobre lenguaje, creatividad y pedagogía de la literatura.

¿Os tiráis a la piscina de las palabras? A la de una, a la de dos, a la de tres... ¡a ver quién nombra más realidades!

lunes, 24 de marzo de 2014

Para acompañar la sexualidad de las niñas I

Ilustración de "Nat y el secreto de Eleanora", de Anik Le Ray y Rébecca Dautremer


La manera de acompañar a nuestras hijas e hijos en el desarrollo de su sexualidad es una cuestión que para muchas madres y padres no es fácil, porque nos confronta tanto con los tabús que sobre la sexualidad existen a nivel social como con los tabús que nosotros mismos tenemos consciente o inconscientemente. 

Si nos observamos, lo vemos en nuestras reacciones ante las muestras que nuestros hijos empiezan a dar a partir de los tres o cuatro años de edad, o a partir del momento en el que empiezan a descubrir su cuerpo. Ese descubrimiento suele ser al natural y al descubierto, y por supuesto sin tener en cuenta lo que a los adultos nos puede resultar chocante. 

Personalmente, creo que para acompañar el desarrollo de una sexualidad sana, es necesario que el adulto tenga a su vez una relación no tóxica con su propio cuerpo y su propia sexualidad. Puede ser que demos por sentado que así es, pero puede también suceder que en algún recodo de la sombra haya múltiples cuestiones que ni nos hayamos atrevido a mirar. 

Sin entrar ahora en temas relacionados con el placer erótico, uno de los momentos que más nos confronta con nuestra naturaleza sexual de una manera simple y llana es la llegada de la menstruación en el caso de las niñas. Es una relación directa con el cuerpo y que puede mostrarse y explicarse de manera gradual a través de la experiencia de la mamá. Es, a su vez, un rito de paso con el que la niña entra en una nueva fase de su vida donde toma una conciencia mayor de los procesos internos de su cuerpo. 

Para las familias con niñas, os aconsejo un par de libros para tratar estos temas con ellas:

1) El libro rojo de las niñas, de Cristina Romero Miralles y Francis Marín:

2) El tesoro de Lilith, de Carla Trepat. 

¡Que los disfrutéis!


lunes, 17 de marzo de 2014

Mamá, ¿qué me pasará cuando muera?



Cuando tenía 17 años e iba a bachillerato, mi profesor de filosofía nos contó un día, sonriente, que su hijo de siete años le acababa de preguntar qué nos pasa cuando morimos. Él se reía con ternura, diciéndonos "ahí es donde empieza todo".

Efectivamente, suele ser a los siete años, cuando el proceso de individuación se acentúa, que los niños empiezan seriamente a tomar conciencia de la existencia real de la muerte. A menudo sus pensamientos sobre el tema van acompañados con miedos asociados a la oscuridad, a dormir solos, a los pasillos... Pueden, a su vez, "investigar" y preguntar sobre cuestiones relativas a la salud de sus progenitores para tratar de asegurarse de que vivirán lo máximo posible: se preocupan de saber con exactitud cuántos años tienen sus padres, si tienen hábitos saludables, si tienen alguna enfermedad...

Hablar con nuestros hijos sobre la muerte es extremadamente complejo, ya que es el único tema sobre el que no podemos darles ninguna seguridad cuando, ante su pánico, lo que buscan es precisamente segurizarse. Y ante la negativa de recibir una respuesta, puede que su miedo aumente todavía más. ¿Cómo podemos enfocarlo para darles cierta tranquilidad aún a sabiendas de la impermanencia del mundo y de la realidad que vivimos? ¿Cómo podemos dar una respuesta cuando no tenemos ni la más remota experiencia (que nosotros sepamos o recordemos) de lo que hay al otro lado?

Debo puntualizar previamente que no soy una experta en materia, sólo soy una madre que ha acompañado y está acompañando actualmente a su hija en un proceso existencialista intenso que está viviendo en relación con la muerte. Y este artículo, como todos los de Sundara, no trata de dar respuesta a nada concreto sino de abrir diálogo.

En alguna conversación nocturna con ella me di cuenta que decirle "no tengo ni idea de lo que pasará" no servía más que para incrementar su angustia. Si para un adulto el miedo a lo desconocido y a la muerte es vertiginoso, para un niño que apenas empieza a tener conciencia del asunto y que tiene unos vínculos de dependencia y apego muy fuertes con su familia, la muerte se convierte en un abismo aterrador. 

Personalmente, creo que el clásico cuento de "ir al cielo o al infierno" (análogo a la historieta de las abejas para la reproducción) no aporta nada de tranquilidad. Quizá es más interesante que, si seguimos una senda espiritual como practicantes, podamos aportar a nuestros hijos el punto de vista de nuestro camino explicándole que hay otros enfoques, pero que muchos de ellos coinciden en lo mismo.

A mi hija le ha ayudado mucho el acercamiento a la muerte que aporta el Dharma (para quien no esté familiarizado con el tema, recomendaría un vistazo a El Libro tibetano de la vida y la muerte de Sogyal Rinpoché). Lo que a ella le sirvió, sobre todo, es que le pude dar una respuesta, que tuve algo que decir, y que esa respuesta no fue vaga sino más o menos precisa. 

De todas maneras, como bien decía mi profesor de psicología, con la conciencia de la mortalidad empieza todo. No sólo sabemos que nuestra vida acabará: sabemos que tenemos que aprovechar el tiempo que tenemos en este mundo, sabemos que hay otras personas que sufren y que a cada momento alguien en el mundo está muriendo; tomamos una mirada más amplia fuera del yo y empezamos a comprender lo que realmente nos une y vincula con profundidad al resto del género humano.

Es decir, que con la conciencia de la muerte empieza el camino espiritual. 

Y con nuestros niños, como siempre, es menester acercarnos a estos temas delicados con paciencia y amor, y abriendo nuestro corazón a nuestros propios miedos aceptándonos y aceptando que nuestros pequeños tienen todo su derecho a sentir lo que sienten. 

¡Buenas noches y buenas reflexiones! 




lunes, 3 de marzo de 2014

Radical de raíz


                                        Fotografía de Cesar Paes Barreto


Recuerdo que hace años descubrí que la palabra "radical" viene del latín radix, -icis (raíz). En el diccionario de la Real Academia, la primera acepción reza, literalmente, "perteneciente o relativo a la raíz". Ser radical no implica únicamente posicionarse en un extremo tajante. La radicalidad busca el origen, la raíz, aquello que está más hundido en la tierra. 

A muchos proyectos educativos alternativos se los tacha de radicales en cuanto a que sus postulados pedagógicos parecen rompedores. Es posible que sea cierto, es posible que haya una brecha respecto a la educación "convencional". Pero es que hemos llegado a un punto en que lo convencional puede convertirse en un sinónimo de mediocridad, de demostración de ausencia de energía vital, de fagocitación de la imaginación creadora del ser humano. 

Abro esta pequeña reflexión del lunes con estas breves palabras y con el documental "La educación prohibida", muy recomendado para una sesión de tarde en casa con algo calentito en estos días de paso hacia la primavera.

http://www.youtube.com/watch?v=-1Y9OqSJKCc

http://youtu.be/-1Y9OqSJKCc


lunes, 24 de febrero de 2014

Miedos y proyecciones en la crianza

Ilustración de Anthony Browne de Alice Adventures in Wonderland, 
extraído del Pinterest de la editorial Yekibud Yekinabud

Cuando era pequeña, cada vez que me subía a algún sitio (una silla, roca, lugar alto) mi padre me decía "no subas ahí, que te vas a caer", o algo similar. Cuando era adolescente, me dio las lecciones que consideró necesarias sobre la necesidad de no fiarme jamás de nadie. Me hizo creer que el mundo y las personas eran hostiles, y durante mucho tiempo me lo creí. Crecí siendo una niña miedosa, y cuando mis amigas empezaban a salir juntas al cine o a tomar algo por las tardes a los doce o trece años, yo las solía invitar a mi casa y me costaba horrores salir de mi espacio de seguridad, llegando a sentirme protegida únicamente en ese espacio seguro y claustrofóbico que mis padres habían fabricado para mí.

Lo cierto es que en el entorno en el que crecí había mucha agresión. A veces era física, a veces verbal y a veces sexual. Era parte de la orden del día, y en muchísimas ocasiones esta violencia estaba normalizada. Pero lo que mis padres no me explicaron era que esas agresiones no venían necesariamente de extraños y se producían también en los lugares aparentemente seguros: la escuela, los autobuses diurnos, el grupo de amigos de los veranos, el mismo barrio en el que vivía...

Al ser madre ahora veo que no quiero proyectar en mi hija los miedos que mis padres proyectaron sobre mí, haciéndome, sin quererlo, más débil y por tanto más expuesta. Sabiendo que en el mundo hay de todo, belleza, violencia, falsedad, armonía, quisiera que mi hija tuviera una visión más global de la situación pero fuera capaz de enfrentar la vida sin miedo.

Estas palabras previas en cursiva son las palabras anónimas de alguien que ha escrito a Sundara para tratar este tema y que reproduzco sin dar su nombre respetando su deseo personal.

Y me permito, de acuerdo con esta persona, el hacer una breve reflexión sobre el miedo y las proyecciones en la crianza.

El miedo es una emoción perturbadora bastante básica, por decirlo de alguna manera, y tremendamente presente en nuestras vidas a diario. Si analizáramos todo el volumen de pensamientos que tenemos cada día, nos sorprenderíamos al ver cuántos de ellos están gobernados por él.

Con nuestras hijas e hijos, esos seres que más queremos, el miedo se nos multiplica. Tenemos miedo de que caigan enfermos, miedo a que les pase algo, miedo a que sufran, miedo a que no tengan amigos, miedo a que se sientan excluidos por su manera de ser, miedo a que les insulten o les acosen, miedo a que no aprendan, miedo a que no se sientan motivados, miedo a que suspendan, a que no lleguen a la universidad, a que no saquen partido de sus capacidades, a que no sean felices, a que estén deprimidos, a que tomen drogas, a que se dejen influenciar por otros... y un larguísimo e inacabable etcétera de miedos. 

Si miramos cada uno de estos miedos listados antes, nos damos cuenta de que todos ellos son experiencias de la vida que muchos de nosotros, o todos, hemos tenido. Son experiencias de dolor que nos gustaría poder evitar a nuestros hijos. Pero no nos damos cuenta de que, evitando el dolor y la experiencia que tenemos de él, estamos limitando la experiencia de la vida en su totalidad. Esto significa que el miedo a la experiencia dolorosa es una limitación considerable que genera en la mente  el deseo del placer pero lucha por evitar lo inevitable (el sufrimiento humano), algo imposible. Esta mirada es reduccionista y rígida, y a su vez genera más dolor a través de la lucha contra la experiencia inherente a la condición humana. La experiencia, sin más, engloba tanto el placer como el dolor, y es inevitable en esta vida. Tratar de evitar el dolor a nuestros hijos sería protegerles y cortarles, artificialmente, su aprendizaje sobre el mundo y la realidad.

¿Podemos como padres dejar de sentir miedo? Ni podemos, ni debemos. Es decir, podemos sentir lo que sentimos. Podemos sentir el miedo y reconocerlo, pero también podemos tratar de mirarlo, poner distancia y soltarlo para no transmitirlo a nuestros hijos. Podemos acompañarles en su proceso, podemos darles nuestro empuje, pero debemos dejar que vivan su vida. Y que vivan sus propios miedos y los enfrenten. Puede resultar doloroso ver esto y permitirlo pero... ¿quiénes somos nosotros para cortarles las posibilidades y los grandes hechos de la gran aventura que implica ser humanos?






lunes, 17 de febrero de 2014

Madres que trabajan fuera de casa y madres que se quedan en casa. Y ser, al fin y al cabo, madres

(desconozco al artista. Si sabes quién es, escríbeme para citarle)

Hoy nuestra compañera de sangha, Rosanna, me ha enviado un artículo bellísimo que se divide en dos cartas ficticias.

Una de ellas la escribe una madre que trabaja fuera de casa a una madre que ha decidido quedarse en casa para dedicarse a la crianza. La otra está escrita a la inversa. 

Lo bello del artículo es que está totalmente exento de crítica, y reconoce el esfuerzo que supone para ambas la decisión que han tomado. Reconoce las bellezas, pero sobre todo las durezas. Esas cosas que a las mujeres que hemos optado por ser madres nos hacen flaquear día a día. Las que nos llevan al límite y nos transforman precisamente por ser terreno angosto.

La conclusión que podríamos sacar es que ser madre es una experiencia transformadora porque, intrínsecamente, no es trabajo fácil. Justo ayer llegué hasta un artículo de Beatriz Gimeno que hablaba sobre la necesidad de establecer para las mujeres un discurso antimaternal. Su planteamiento parte de que la sociedad critica a aquellas mujeres que han decidido no tener hijos, o niega la experiencia de aquellas que dicen no querer incondicionalmente a sus hijos, o que se han arrepentido de ser madres.

Lo cierto es que, una vez decidimos ser madres, experimentamos que la maternidad no es moco de pavo.

Recientemente, a su vez, he visto a través de facebook este vídeo y otros tantos de bellos partos naturales. Son hermosos y emocionantes, pero muchas veces muestran, a mi parecer, una versión algo idealizada del proceso. Algo así como la perfecta familia feliz moderna. Lo cierto es que la maternidad, igual que la verdadera espiritualidad (a diferencia de la espiritualidad materialista) destapa aquello que verdaderamente somos, con nuestros hábitos, nuestras tendencias arraigadas, nuestra dificultad para amar incondicionalmente y todo lo demás que nos encontramos y que tratamos de ocultar, es decir, la sombra. Sus representaciones románticas pueden mostrar una parte de lo que es la maternidad (la ternura, las cosas buenas, los momentos compartidos), pero no la totalidad, confundiendo quizá a la mujer que se encuentra viviendo una experiencia real que ella puede catalogar de imperfecta. Vamos, lo que es la vida misma. 

La maternidad tiene recompensas maravillosas, pero nos pone en el límite. Por otra parte, nos permite ver esto y, precisamente porque nos muestra tal y como somos, nos obliga a ser amables con nosotros mismos y querernos, ya que la culpabilidad está constantemente al acecho cuando ponemos en el espejo un ideal que no somos, y que nadie es.  

Sumado a esto, está el tema de la conciliación familiar. Lo que a la mujer renuncia o no, el gasto energético que supone para nosotras hacerlo todo, el configurarnos como inquebrantables torres hasta que un día nos derrumbamos y sentimos que no podemos más para levantarnos el día siguiente con la fuerza que nos es innata. La maternidad es una experiencia muy poderosa, y no sólo por el hecho de estar dando vida, cuidando y educando a otro ser humano; nos confronta diariamente con nuestro ego,  nuestros límites y nuestro cansancio, pero también nos permite ver la capacidad que nos da de apreciación de la alegría y de las cosas minúsculas que son, al fin y al cabo, las que muestran tanto la belleza como la fragilidad de la vida humana.  

martes, 11 de febrero de 2014

La importancia de la Presencia

                                                     Ilustración de Rebecca Dautremer


Muchas veces se ha hablado del "tiempo de calidad" que pasamos con nuestros hijos, diferenciándolo de la cantidad de tiempo que estamos con ellos. Muchas madres abogan por el "todo el tiempo que pasamos con nuestros hijos es tiempo de calidad". Y no les falta razón, ya que muchos utilizan la justificación de que lo importante no es la cantidad de tiempo que estamos con los niños, sino lo que hacemos con ese tiempo, para someter a los niños a largas jornadas de escolarización y actividad, reduciendo el tiempo familiar común a la última hora de la tarde y la cena. 

Frecuentemente se olvida que lo que un niño necesita es estar con sus padres. Muchas veces nos piden que juguemos con ellos, que hagamos "luchas", que pintemos... Pero otras veces tan sólo quieren que estemos allí, aunque ellos hagan algo aparentemente distinto. Y nosotros podemos preguntarnos para qué nos quieren, si ni siquiera nos miran... Pero lo cierto es que los niños, además de ese supuesto ideal de "tiempo de calidad", lo que necesitan es simplemente que estemos, saber de nuestra disponibilidad, y pasar tiempo jugando con la presencia cercana de sus padres.

Esto no significa en absoluto que debamos someternos a una jornada intensiva de 24 horas con niños aunque éstos tengan nueve años. Pero sí debemos ser conscientes de que los pequeños, tengan la edad que tengan, necesitan a sus padres, necesitan que estén ahí, tiempo de calidad o no, y necesitan ser niños y saberse queridos.

Otro tema importante relacionado es la Presencia en mayúscula. Es decir, lo que hace el adulto cuando está con un niño.

Igual que el resto del día en que nuestra cabeza no para de dar vueltas, ¿cuántas veces en una sola jornada estamos totalmente con nuestros hijos? En serio. ¿Jugamos con los clics o pensamos en lo que prepararemos para cenar? ¿Pintamos o criticamos internamente a nuestro jefe? Tal o cual me dijo tal cosa... ¿Será desagradable? El discurso interno no tiene fin, y cuando estamos con nuestros hijos no es muy diferente.

Cultivar la Presencia es simplemente estar, pero estar con totalidad. No estar en la luna, ni en Venecia, ni con nuestro amante, ni haciendo la lista de la compra. Es poner atención y observar, de manera que nuestra mirada nos permita abrirnos e intuir lo que el niño necesita en cada momento al interpretar sus señas. Y entonces el niño, aunque no digamos nada, se siente acompañado. Muchas veces, en un conflicto, o ante una situación dolorosa, no sabemos qué decir. La Presencia habla por sí sola ahí, con su silencio sostenedor. Los niños son extremadamente intuitivos, y saben cuándo estamos y cuándo no estamos, seamos padres, educadores o maestros. 

Es interesante que nos tomemos cada momento que estamos con nuestros hijos como una meditación, un estar en el aquí y el ahora. Que aprovechemos, sobre todo los que tenemos niños pequeños, ese presente que nos traen a cada momento. Que miremos lo que el niño mira. Que acompañemos de esa manera suave y sostenedora. Y entonces no sólo somos compañeros de viaje, sino también una referencia sana y no neurótica a la que acudir. 

El tema es realmente largo, pero me recuerda a algo que dice Lodro Rinzler en su libro Walk Like a Buddha cuando menciona que el Dharma es lo contrario al multitasking (la multitarea). Cuidar a nuestros hijos puede a veces convertirse en un torbellino de cosas que hacer a la vez, pero es importante cultivar y buscar cada espacio posible para situarnos en el presente con ellos, de manera que puedan sentir lo que son sus padres totalmente, y lo mucho que les aman.